Los sonidos del río: una travesía sensorial por el Paraná

Por: Jorgelina Hiba

¿Cómo suena el río? La consigna era sencilla y compleja a la vez. Invitaba a dejar de lado la vista, el sentido que todo lo domina, para darle lugar a la escucha y a otras percepciones que han quedado sepultadas bajo la avalancha de estímulos visuales que son la centralidad de la era de la tecnología. Pero claro: siete decenas de profesores de música embarcados en un lanchón de madera que iba a atravesar las aguas del Paraná se lo habían puesto como misión: encontrar la sonoridad natural del río, la que albergó a los primeros habitantes de la región y la que todavía marca el pulso del Humedal sobre cuya orilla crecieron las ciudades y los pueblos del Litoral.

El inicio fue accidentado. El barco alquilado no llegaba y el grupo se vio en la obligación de esperar más de dos horas bajo el sol tierno del otoño en los muelles que están abajo del puente a Victoria, la cicatriz más visible de la intervención del hombre sobre el ecosistema del Pre Delta. No hubo problema y con capacidad latinoamericana para adaptarse a todo (¿es eso una virtud o un defecto?) comenzó el primer ejercicio práctico de la jornada: una caminata por los bordes para empezar a escuchar el latido del río (y los autos de la avenida cercana, y la cortadora de pasto de un equipo municipal. Y los ladridos de los perros, omnipresentes).

“Es una experiencia de escucha para cultivar el silencio y el estado de presencia. Sin pasado ni futuro, sólo el presente, porque es ahí donde podemos detenernos y oír. Con concentración y oídos abiertos”. La que explicaba y guiaba al grupo era la brasileña Marisa Fonterrada del Fladem (Foro Latinoamericano de Educación Musical), la institución que junto al Profesorado de Música Carlos Guastavino de Rosario organizó el encuentro regional del Litoral “El río suena…. un recorrido musical por el Paraná”. La excursión al Paraná era la primera actividad de una agenda bien completa que incluyó también talleres, charlas y pequeños conciertos de los cuales participaron profesores de todo el país y varios países de la región. “El progreso trae ruidos y estamos perdiendo la capacidad de oír a la distancia. Es bueno a veces detenerse e intentar encontrar la pureza del sonido” dijo la profesora. Comenzaba el día.

La travesía

Ya embarcados el barco enfiló río arriba hacia la boca de Los Marinos para después recorrer el Charigué y llegar, tras casi una hora de navegación, al parador de Isla Verde. Munidos de algunos instrumentos musicales, un pequeño anotador y toneladas de entusiasmo, los músicos comenzaron con su misión del día: escuchar. Para eso lo primero que había que hacer era intentar anular el sentido que todo lo abarca: la vista. Ojos cerrados, recostados en la arena, lo primero fue intentar escuchar la propia respiración para luego abrir los sentidos al entorno. El ejercicio siguiente era más osado: con los ojos vendados y tomados de la mano había que caminar por el lugar con los oídos abiertos a todo lo que venía de afuera y de adentro para poder enlazar los sonidos del ambiente y de la persona.

Me vendé los ojos y me mezclé entre los profesores. Con escasísimos conocimientos musicales confié en que igual los sentidos, ya sin poder ver, tendrían cosas que contar sobre el entorno. Me acordé de un ejercicio que habíamos hecho en mi escuela primaria, la Integral de Fisherton, con un profe de música (¿Carlos Cazzasa? ¿Juancho Perone?) que nos había hecho cerrar los ojos y escuchar. Me agarré fuerte de la mano de mis compañeros de caminata: después de dejar atrás el miedo a caerme, pude escuchar. Mi respiración, mis pisadas sobre el suelo con hojas del otoño, con arena o tierra y ramitas secas caídas.

¿A qué sonaba el río? A naturaleza prístina y a naturaleza intervenida. A cosa salvaje y a motor de lancha. A perros, gallinas, gansos isleños. También a camiones que pasaban por la ruta cercana, pesados y haciendo crujir las juntas de hierro que separan los enormes bloques de pavimento que se extienden por 60 kilómetros cortando como con un cuchillo el Humedal en dos porciones. También a viento en los sauces, a montones de pájaros e insectos, a agua corriendo y a historias lejanas y brumosas. Sonaba a canoas pasando, a alguna risa perdida de algún kayakista escapado del trabajo o de la familia o del estudio en plena semana. El río sonaba a todo eso junto en una síntesis marrón y verde de complejidad. El río sonaba a nosotros mismos.