Por: Carina Bazzoni
En todas las aulas hay dos cestos: un recipiente verde y uno azul donde los chicos separan los residuos orgánicos de los inorgánicos, los húmedos de los secos. Las normas de convivencia en la escuela incluyen instrucciones para no derrochar agua o luz que todos siguen al pie de la letra al momento de lavarse las manos o sentarse al comedor. Y si algún docente deja la luz o el ventilador encendidos en el salón, sus alumnos se encargan de recordarles la importancia de apagarlos.
La escuela primaria Herbert Spencer de la localidad de Tartagal (una comuna de unos 2 mil habitantes del departamento de Vera, al norte de la provincia de Santa Fe) puso en marcha hace diez años un proyecto de educación ambiental que empezó con una huerta y actualmente hace eje en la separación, recuperación y reutilización de los residuos y el uso eficiente de la energía. “Acá no se tira nada”, asegura una de las docentes que lo impulsa, Valeria Villalba, y destaca que todas estas actividades ayudan a reflexionar, tomar conciencia y crear hábitos saludables dentro y, a veces, fuera de la escuela.
En tiempos donde las consecuencias de los conflictos ambientales son cada vez más visibles, una educación ambiental o una educación para el desarrollo sostenible -según quien la nombre- tiene como objetivo potenciar la formación de niñas, niños y adolescentes, para que alcancen un entendimiento profundo de estas temáticas y tengan herramientas para proponer y demandar soluciones. La educación ambiental, coinciden docentes y especialistas en pedagogía, es una gran aliada para salvar la casa común. La ley nacional considera que acceder a estos contenidos de forma “permanente, integral y transversal” es un derecho del alumno. Sin embargo, estos contenidos no siempre tienen el protagonismo necesario.
A la escuela Herbert Spencer concurren unos 250 alumnos de lunes a viernes, de 8 a 16. Como es la única primaria de Tartagal, reúne tanto los hijos de las autoridades de la comuna como los de los trabajadores rurales. Por la mañana la rutina escolar es la misma de cualquier colegio, con clases de lengua, matemáticas o ciencias. Por la tarde, se despliegan una serie de talleres que hacen eje en la reutilización de los residuos que se generan en la escuela.
Algunos grupos de estudiantes se encargan de recolectar los desechos orgánicos del comedor o de la cocina, por ejemplo, y alimentar la abonera para producir compost. Otros clasifican los residuos inorgánicos y los disponen como materias primas para actividades como la fabricación de ladrillos ecológicos para la construcción de bancos para la escuela o la fabricación de billeteras, carteras, macetas o manteles con la técnica de termofusión.
Como en todo buen taller, estas prácticas se acompañan de reflexión. “Nuestro objetivo es sensibilizar y tomar conciencia sobre aquellas cosas que se pueden hacer para el cuidado del ambiente”, explica Villalba y remarca que todas las propuestas están disponibles para todos los niños, adaptándose a la edad, los conocimientos y los intereses de los chicos y chicas.
La docente destaca el compromiso que pone la comunidad en estas tareas. “Gradualmente todos sumamos estos hábitos saludables, como separar residuos o hacer un uso cuidado de la energía. Ahora son los mismos alumnos los que nos marcan si dejamos la luz prendida y en los patios no vas a ver ningún papel en el piso. El paso que queremos dar es trasladar eso a todas las familias de los alumnos, si bien algunas se enganchan, todavía son pocas”.
Sin respuestas fáciles
La Ley N° 27621, sancionada en mayo de 2021, establece el derecho a la educación ambiental integral como una política púbica nacional. De acuerdo al texto, estos temas tienen que estar presentes en todos los niveles y modalidades del sistema educativo mediante un abordaje que “permita comprender la interdependencia de todos los elementos que conforman e interactúan en el ambiente, de modo de llegar a un pensamiento crítico y resolutivo en el manejo de temáticas y de problemáticas ambientales, el uso sostenible de los bienes y los servicios ambientales, la prevención de la contaminación y la gestión integral de residuos”, considerando su la interacción de los problemas ambientales con la economía, la organización social y la cultura.
Algunas provincias ya tenían su propia legislación. Rio Negro fue una de las primeras, su legislatura sancionó una norma para promover estos contenidos en 1998 (N° 3247). La ciudad de Buenos Aires aprobó su ley de escuelas verdes en 2005 (N° 1687), Entre Ríos hizo lo propio en 2015 (N° 10402) y Corrientes en 2019 (N° 6514). Santa Fe presentó un proyecto de ley de educación ambiental hace dos años, que aún espera tratamiento en la cámara de Senadores de la provincia.
“Hay muchas diferencias y mucha heterogeneidad en cómo llegan estos contenidos a las aulas”, advierte Jorgelina Vagni, profesora de Geografía, docente del Instituto N° 16, del Taller de Protección Ambiental del Politécnico y autora del Manual de Educación Ambiental para el Nivel Primario, junto a Mariel Rapalino y Amelia Reinoso.
Para la especialista, el sistema educativo argentino llega con retraso a las discusiones de los foros internacionales que desde Estocolmo, en 1972, ya planteaban la urgencia de establecer programas de educación ambiental. Una medida que aparece plasmada en la Ley Federal de Educación y en la reforma constitucional del 94.
“Venimos muy atrás con la educación ambiental”, considera y afirma que “de los principios de la ley se ve muy poco en la práctica escolar, porque si bien las maestras ponen en marcha muchísimas iniciativas, como reciclar residuos o sostener una huerta, se hace difícil llevar a cabo un trabajo interdisciplinario, ni se proponen estrategias didácticas que promuevan la ciudadanía ambiental, donde la escuela funcione como una usina de nuevas ideas y las chicas y los chicos se involucren en forma activa, participativa y comprometida”.
En el estudiantado, señala, existe mucha preocupación por los temas ambientales, pero en forma muy “de slogan”, con una simplificación muy infantil. “El objetivo es desafiarlos a pensar propuestas más elaboradas, más equilibradas”, destaca y se explaya sobre una de las discusiones más comunes que se dan en el aula: “Muchos se manifiestan en contra de la minería, entonces les pregunto si estarían dispuestos a vivir sin celular, porque sin litio no existirían las pantallas”.
La educación ambiental, sostiene, tiene que asumir esas tensiones. “Hay una lógica que no termina de comprenderse, se simplifica lo que es la educación ambiental a la defensa de la naturaleza y no se entiende que el ambiente es un sistema complejo, que incluye conflictos sociales, económicos y, a mayor escala, de geopolítica mundial. Son problemas que nunca tienen una respuesta fácil”
Un tema ineludible
Emilia es un distrito ubicado al norte del departamento La Capital, a unos 70 kilómetros de la ciudad de Santa Fe. Tiene una población de 1.100 habitantes, la mayoría relacionados con la producción agrícola y ganadera. Virginia Pastorelli nació a pocos kilómetros de la comuna y se recibió de ingeniera agrónoma en Esperanza. Poco antes de graduarse, hace 20 años, participó de un proyecto de extensión junto a la escuela Agrotécnica N° 2050 Monseñor Zaspe, de Emilia, donde actualmente es docente.
“En una escuela agrotécnica, la educación ambiental es ineludible. Nosotros no hablamos de cuidar la ballena azul, no porque no sea importante sino porque no tenemos ballenas, pero tenemos una huerta, un área de reserva, una planta de producción de alimentos, separamos y reciclamos nuestros residuos y tenemos una relación muy vinculante con la comuna, que recicla el 80 por ciento de sus residuos”, enumera.
La escuela tiene un predio de 44 hectáreas que destinan a huerta y ganadería regenerativa, donde el pastoreo se interrelaciona con el cuidado del monte nativo y la producción de miel, además de una reserva de 6 hectáreas destinadas a conocer el paisaje autóctono y una planta de producción de salamines y mermeladas que busca ampliarse a la producción de verduras deshidratadas. La energía para los emprendimientos procede de un biodigestor.
Al secundario asisten unos 140 alumnos, de los cuales la mitad vive en la escuela. Este año, la escuela cumplirá 40 años y, explica la docente, “no quisimos que los festejos se limiten a una cena”. Por eso, se pusieron en campaña para poder ampliar la planta de procesamiento de alimentos.
Para Pastorelli, los temas relacionados al cuidado del ambiente tienen que estar presentes desde la infancia, “si los atendemos de chicos, los vamos a ejecutar de grandes”, dice y señala que los conocimientos que brinda la escuela no se acotan al cuidado de la naturaleza o la gestión de residuos, sino también a aspectos productivos. “La educación ambiental atraviesa muchos ángulos. Hay muchos chicos que terminan el secundario acá y aprendieron a hacer escabeches de legumbres o mermeladas y con eso hacen un emprendimiento que les permite seguir estudiando. Eso es lo más importante, que tus alumnos puedan replicar algo de lo que aprendieron”, afirma. Ni más ni menos.