Por: Carina Bazzoni // Fotos: Celina Mutti Lovera
Esta nota debería tener su propia banda de sonido. Agudas bocinas de autos, insistentes golpes de un martillo neumático o rítmicos bajos de un festival de música electrónica. Porque esta nota habla de uno de los contaminantes a los que menos atención se presta en las grandes ciudades y, sin embargo, constituye un importante problema de salud para sus poblaciones: el ruido. Sin legislación adecuada, ni diagnósticos a la altura del desafío, “estamos como en la prehistoria de este asunto”, advierte un especialista.
El último miércoles de abril se conmemoró el Día Internacional de la Conciencia sobre el Ruido, una fecha que tiene el propósito de promover acciones responsables que contribuyan a crear ambientes sonoros saludables. La Organización Mundial de la Salud estima que un 80 por ciento de quienes habitan en las grandes ciudades sufre de un impacto acústico superior al recomendado. Ese exceso de ruido tiene efectos en la calidad de vida que pueden manifestarse como dolores de cabeza hasta hipertensión, taquicardia o sordera.
Para el docente e investigador de la Universidad Nacional de Rosario, Federico Miyara, de las problemáticas ambientales, el ruido es uno de los contaminantes del cual la población es menos consciente. “A menos que tengamos un problema específico como un vecino o un taller ruidoso al lado, en cuyo caso se percibe como una invasión y hasta una agresión, generalmente nos pasa desapercibido”, advierte.
Miyara es ingeniero electrónico y músico. Se pasea con comodidad tanto por las aulas y los pasillos de la Facultad de Ingeniería como de la Escuela de Música de la Facultad de Humanidades y Artes. Entre otras actividades académicas, fundó y dirige el Laboratorio de Acústica y Electroacústica de la Universidad Nacional de Rosario. En esas idas y vueltas, sabe cuánto de placentero y cuánto de insoportable puede ser el ruido.
El mayor problema que tiene la contaminación sonora, dice, “es que aunque no seamos conscientes, igual nos afecta. No sólo puede producir, lo que se conoce como socioacusia, es decir un cierto grado de hipoacusia o disminución de la capacidad auditiva por exposición a ruidos sociales, sino que además puede provocar otros problemas de salud”.
En las ciudades, el ruido forma parte del entorno en el que se mueven sus habitantes desde el nacimiento. “El ser humano, como toda forma de vida, es adaptable y, sobre todo, somos psicológicamente adaptables, tendiendo a aceptar aquello que no podemos evitar. Esta adaptación se va produciendo durante la primera infancia, donde el niño aprende que el mundo es así. El problema es que, como muchas veces sucede, no estamos en condiciones de prever las consecuencias”, explica.
El tema inspiró literatura y películas. Noise, la producción de Henry Bean traducida al español como Sobrepasando el límite, muestra como los ruidos de Nueva York pueden enloquecer a un hombre que desde los suburbios llega a vivir a la ciudad.
Por contraste, la calma y el silencio de las restricciones por la pandemia de Covid también pusieron de manifiesto la cantidad de ruido que existe en las ciudades.
Al límite
Poco antes de la crisis sanitaria, a principios de 2019, la consultora ambiental CitiQuiet elaboró un ránking de las ciudades más bochincheras del mundo. Comparando datos sobre sus mapas de ruido, Buenos Aires se ubicó como la más ciudad más atronadora de América Latina y la octava en el mundo, después de Bombay, Calcuta, El Cairo, Nueva Delhi, Tokio, Madrid, Nueva York, Shanghai y Karachi. En todas estas urbes, se superaba durante gran parte del día el límite de 70 decibeles (dB) que, según los parámetros de la Organización Mundial de la Salud (OMS), son dañinos.
Pero para Miyara pensar que las ciudades son cada vez más ruidosas no es correcto. La cantidad de ruido de una ciudad está directamente relacionada con el transporte (tanto su cantidad como su tipología), con la actividad económica y, sobre todo, con el grado de conciencia que se haya desarrollado en la sociedad sobre el ruido. “Estos factores se relacionan con la densidad poblacional más que con el tamaño de la ciudad. Una ciudad densamente poblada necesitará concentrar un gran movimiento en poco espacio, también tendrá mayor densidad de actividades potencialmente ruidosas. Por otro lado, los vehículos son cada vez más silenciosos, aunque este factor se ve contrarrestado parcialmente por el crecimiento del parque automotor”.
Aún así, advierte, con medidas apropiadas se puede lograr reducir la contaminación sonora independientemente de la densidad poblacional de una la ciudad. Como ejemplos mundiales están Zürich, en Suiza, también Viena, en Austria.
En Argentina hay todavía mucho por hacer. No existe una legislación a nivel nacional sobre polución acústica. “Si bien hace casi 20 años que se presentan periódicamente en el Congreso de la Nación proyectos de ley de presupuestos mínimos sobre calidad acústica, nunca consiguieron prosperar. Siempre se caen por falta de tratamiento”, cuestiona Miyara y apunta que “a esta carencia se agrega que las ordenanzas locales son en su mayoría vetustas e inaplicables. Rosario, por ejemplo, tiene una ordenanza sobre ruido de hace más de 50 años. Esto es absurdo. Atrasar 50 años en un tema tan eminentemente técnico como es el control de ruido es casi como estar en la prehistoria”, apunta.
Los daños a la salud generados por el ruido están bien descriptos. Dependiendo del nivel sonoro, puede producir hipoacusia, pérdida de la calidad del sueño, estados de estrés, problemas digestivos, baja de las defensas, depresión o, y enfermedades cardiovasculares.
También existen consecuencias sobre el ambiente. “El impacto sobre el ambiente tiene dos aristas. La primera es el ruido en sí. Por ejemplo, durante la pandemia, el silencio ha sido comparativamente tan grande que nuevas especies de pájaros se incorporaron a la fauna silvestre urbana, como loros y zorzales. Esto muestra que el ruido está afectando la biodiversidad. Pero, además, el ruido viene asociado a otros tipos de contaminación. Por ejemplo el transporte automotor produce contaminación del aire y ruido. Un fuerte estimulo al uso del transporte público reduciría el ruido y también la contaminación atmosférica”, señala Miyara.
Las políticas de movilidad que desalienten el uso del transporte individual, considera, tienen mucho para aportar. “Contrariamente a lo que generalmente se piensa, aunque los colectivos producen más ruido que un automóvil pueden transportar a muchas más personas, lo que redunda en mucho menos ruido por pasajero. De este modo se reducen tanto el ruido como las emisiones. Pero ello implica apostar por un fuerte sistema de transporte público de calidad, con buenas frecuencias, buenos recorridos y cumplimiento estricto de horarios”.
Un buen punto para empezar.