*Este texto fue escrito para la compilación “Bitácora del virus” publicado en la revista REA.
Por: Jorgelina Hiba
“Aquel silencio total que de pronto había acallado todo rumor era anonadante. Los mil
y un ruidos que siempre se oyen en una ciudad, aún en plena noche, habían cesado por
completo. El mundo se había quedado mudo”. La nieve lanzada como arma letal por un
grupo de invasores sobre la Buenos Aires de El Eternauta generó un fenómeno ajeno a
las grandes urbes que es, en la historieta, lo primero que llama la atención del grupo de
amigos que jugaba al truco: un silencio que, de tan profundo, borraba la huella humana
de la mayor de sus creaciones: la ciudad. Lejos de reconfortar, esa ausencia les genera temor e incertidumbre. ¿Qué puede estar pasando para que, aún en plena noche, no haya
ningún sonido en un área habitada por millones de humanos?
Cada noche, desde que empezó esta cuarentena, ese silencio de la no vida, del no movimiento y de la no actividad cubre Rosario, que se vuelve extraña a pesar de parecer la
misma de siempre. Como si todas las horas de todos los días fueran el feriado del primero de enero, cuando un aire viscoso y pesado que se vuelve denso aquieta las almas por
elección o imposición.
El silencio perturbador de la cuarentena borra (por un momento) la traza de la experiencia humana en la Tierra. Lejos del espejismo festejado por cierto ecologismo de pensar
que el castigo a los humanos mejora el ambiente, lo vuelve vacío, triste y carente de sentido en contextos citadinos. El ser humano, con sus errores y su antropocentrismo, es
parte del sistema. Somos parte de la naturaleza y negarlo, además de cruel, es un error
de concepto.
Afincados en el tiempo que no pasa, dejada a un lado la actividad rutinaria del ir y venir
y del encuentro planificado o casual que dota de contenido a la vida de las ciudades, aparece casi sin querer la posibilidad de la contemplación de lo que nos rodea desde siempre. Aburridos, con tiempo, encerrados y sin el escape mágico de la costumbre diaria,
empezamos a prestar atención y a percibir lo que existe alrededor, lo que nos acompaña
día y noche.
Adquirimos el “don de la escucha” basado (según Walter Benjamin) “en la capacidad
de una profunda y contemplativa atención” y comenzamos a registrar lo que siempre
estuvo allí: los insectos que vuelan, caminan, cantan y pican; las aves que atraviesan los
cielos maravillosos del otoño austral del sur profundo de América rumbo a sus nuevos destinos migratorios o que van hacia el este, a la Isla, en busca de alimento. Los árboles
que florecen aún en tiempos de marrones y ocres, las flores generosas que siguen allí
todo el año. La multiplicidad de peces que, ahora como antes, pueblan las aguas marrones y turbias del río nuestro.
Este tiempo forzado de contemplación, de sentidos exacerbados tal vez por el silencio y
el encierro, abrió la puerta a los matices infinitos de la naturaleza que componen el paisaje cercano de Rosario. Una ciudad nacida a la vera de uno de los sistemas de Humedales más grandes y bellos del mundo hecha de una biodiversidad de flora y fauna única
gracias al Paraná, a la llanura de pastizal que alguna vez supimos tener y a los arroyos
que todavía traen su memoria antigua de Espinal.
Ojalá la nueva normalidad que tendremos que construir no borre esta memoria de lo
verde urbano, no acabe con el tiempo necesario para detectar la maravilla de lo natural
cercano y al alcance de la mano, no se lleve puesta la sensibilidad por el ambiente que
nos hará necesariamente ser mejores, más empáticos y más felices, también en las ciudades.